Marcel Roche fue un caraqueño, nació en 1920, y falleció en el 2003. Doctor en Medicina e investigador científico, redactó 8 libros y numerosas crónicas periodísticas, fue Director Fundador del Instituto Venezolano de Investigaciones Médicas (Fundación Luis Roche); y del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC), Presidente Fundador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas y Embajador venezolano ante la UNESCO.
El texto de este trabajo está basado en una charla dictada en el Congreso Mundial de los derechos Humanos, efectuado en Costa Rica del 6 al 10 de diciembre de 1982. En la actualidad este artículo está en prensa en la revista Crónica de Costa Rica. El trabajo también leído en inglés, en forma ligeramente modificada, en la sesión ordinaria de la Pontificia Academia de Ciencias, a la cual el autor pertenece, en noviembre de 1983.
La conferencia, a pesar que han transcurrido 35 años, goza de una vigencia extraordinaria, por ello creímos pertinente rescatar dicho texto que reposa en los fondos documentales de la nación y que forma parte de nuestro patrimonio, no sólo como soporte sino también como pensamiento de una extraordinaria generación de científicos que en cierta medida logró un gran impacto en el desarrollo de Venezuela.
La Ciencia, la Tecnología y los Derechos Humanos
“Empecé a tener mis dudas acerca de la verdad desde que ésta fuera lanzada sobre Hiroshima”
Kurt Vonnegut (Palm Sunday)
El desarrollo frenético de la ciencia y la tecnología forman parte esencial de la cultura de nuestro tiempo, igual como las catedrales fueron el símbolo de la cultura medioeval. Pero nos incumbe reflexionar sobre el reflejo de tal desarrollo sobre el ser humano, el hombre y la mujer, que, al fin y al cabo, constituyen todavía “la medida de toda cosa”. Si el mejoramiento del ser humano y de la calidad de su vida no resultan del desarrollo de la ciencia y de su hijastra la tecnología, entonces, todo ese “progreso” en los conocimientos y en su utilización práctica – aparte de su belleza intrínseca que no se puede negar – es fútil, o puede, incluso convertirse en dañino y peligroso.
Declaraciones de los Derechos Humanos – La Ciencia y sus efectos dobles
Una manera de formarse un juicio sobre tal mejoramiento del hombre es a través de su efecto sobre los derechos humanos, que hoy en día se consideran innatos e imprescriptibles. Llegaremos a la conclusión de que la ciencia y la tecnología tienen al respecto un efecto doble y contrario, nada nuevo. Por un lado, facilitan el bienestar humano y su extensión a un número cada vez mayor de seres y, por el otro, producen efectos indeseables y pueden hasta llegar a eliminar el problema, borrando de un solo golpe a toda la humanidad de la tierra. Es obvio, entonces, que la ciencia y la tecnología deben ser utilizadas con sabiduría, con conciencia de sus efectos dobles, y sin caer ni en un triunfalismo fácil ni en un pesimismo derrotista.
Los derechos humanos fueron enfatizados, entre otros, por Grotius, Hobbes, Spinoza, Locke y Kant, aunque ya formulados, en forma embrionaria, en los siglos XVI y XVII por los juristas españoles Vitoria, Soto y Suárez. La Ilustración del siglo XVIII aboga por la educación, que debía terminar con la ignorancia y, como consecuencia, con la opresión, la pobreza y los males generales de este mundo y llevaría, se esperaba, a la abundancia y la felicidad de los hombres. Voltaire, Diderot, Montesquieu, d´Alembert, Condorcet y Rousseau adelantan aún más el proceso cuyo primer paso práctico, a nivel político, será la Declaración de Derechos de Filadelfia, de 1778 y, en particular, la Declaración de Independencia, redactada por Thomas Jefferson, en 1776… Vida, libertad y búsqueda de la felicidad.
La “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano” de la República francesa fue, en 1789, el próximo paso. Consagra “la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre, a saber la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”. En el siglo XIX, el movimiento socialista le da un nuevo giro al asunto e insiste no tanto en la producción, la propiedad y el beneficio, como en el perfeccionamiento y desarrollo del ser humano, que tienen su origen, según dicen, en las circunstancias concretas en las que el hombre está inmerso. Es, por tanto, esta dimensión social la que marcará su contenido.
Finalmente, en la época moderna y después de una guerra terrible que presenció el holocausto provocado por los nazis y el uso de armas atómicas por primera vez en la historia, las Naciones Unidas promulgan, el 10 de diciembre de 1948, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, iguales e inalienables. En ella se consagra la igualdad en dignidad y derechos, el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de la persona, la abolición de la tortura, de las injerencias arbitrarias en la vida privada, la familia, el domicilio o la correspondencia, la propiedad individual y colectiva, la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, el derecho a investigar y recibir informaciones y opiniones, a la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica, y la educación. Asimismo, se consagra en la Declaración el derecho a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten y se favorece la compresión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones.
Un efecto positivo: el derecho a la vida
Veamos cómo y hasta qué punto tales derechos, y otros derivados de ellos, han sido favorecidos u obstaculizados por el auge que han tomado la ciencia y la tecnología desde entonces.
El primer derecho, sine qua non, mencionado por prácticamente todos los filósofos y todas las declaraciones, es el de la vida, la de esta tierra, cuya realidad ha sido aceptada en forma unánime por todas las religiones, todas las creencias, todas las ideologías. Es para mí indiscutible que la ciencia y la tecnología han contribuido poderosamente a aumentar la esperanza de vida, a través del mejoramiento de la salud pública y, en particular, del dominio de las enfermedades infecciosas y de las enfermedades susceptibles a intervención quirúrgica. Y esto lo ha hecho, aunque en forma desigual, tanto en los países más industrializados como en los subdesarrollados. Es así como, para tomar sólo a nuestra América, la esperanza de vida al nacer, que en Estados Unidos es de 73,2 años, llega ya a 72,9 en Costa Rica y a 71,8 en Cuba. Hay naciones como Haití y Honduras, con 47,8 y 57,1 años de esperanza de vida, que todavía están muy atrás, pero aún así, la mayoría de nuestros países ha visto la esperanza de vida de sus ciudadanos crecer al tiempo que mejoraban los servicios científicos de la salud. La mortalidad infantil, asimismo, ha disminuido hasta colocarse en 14 por mil nacidos vivos en Estados Unidos, en 22,3 en Cuba y Costa Rica respectivamente y en una treintena en la República Dominicana, en Surinam, en Uruguay y en Venezuela. Aquí también constatamos que existen países como Brasil (82,4), Haití (125) y Honduras (98,5) cuyas cifras son aún inaceptables, pero, en general, se ha progresado.
No necesito hacer hincapié sobre los progresos logrados para dominar las enfermedades infecciosas, en particular mediante el uso de la quimioterapia y los antibióticos. Sólo mencionaré que, en la época de 1942 a 1946, momento en que yo estudiaba medicina, la pulmonía lobar por neumococo tenía una mortalidad de cerca de 30% y que ahora la muerte por la misma enfermedad es una rareza, probablemente del orden del 1%, y eso solamente en casos extremos y complicados.
Un efecto negativo: la explosión demográfica
Pero, primer efecto negativo de estas tendencias: el descenso de la mortalidad y aumento de la esperanza de vida, aun en los países subdesarrollados, que son a todas luces deseables, han conducido a una explosión demográfica que amenaza con llevar a la humanidad a una situación de angustiada estrechez, de escasez y de crisis. Esto, combinado con la acentuada migración rural-urbana, está llevando al surgimiento de las grandes ciudades, con resultados verdaderamente monstruosos, como será, por ejemplo, el caso de la ciudad de México, que se estima tendrá para el año 2000 unos treinta y dos millones de habitantes, o la de Sao Paulo, que se espera pueda llegar a tener unos veintiocho millones. Alguna previsión o remedio habrá que tomar. Basta decir que la población mundial, que en estos momentos es de cuatro mil seiscientos millones puede llegar a tener nueve mil millones para el año 2020. Ya China, aun con su política de limitación de nacimientos, ha sobrepasado hoy los mil millones de habitantes.
La Guerra, la Ciencia y la Tecnología
Segundo resultado nocivo del desarrollo de la ciencia y la tecnología: su aplicación a las “artes” de la guerra. Se estima el costo mundial de armamentos en unos seiscientos mil millones de dólares por año, o sea más o menos un millón de dólares por minuto. Nada más falso que aquel decir romano “Si vis pacem para bellum” (si quieres la paz prepara la guerra) enraizado en la “sabiduría convencional” de la humanidad, pues las naciones siempre han preparado la guerra – y la han tenido.
Prácticamente todas las naciones del orbe – con la honrosa excepción de ésta, Costa Rica, que nos hospeda – se están armando hasta los dientes y están compartiendo los “beneficios” del “progreso” en la eficacia de las armas. Sólo que la dimensión ha cambiado radicalmente, y ahora la humanidad, gracias a la ciencia y la tecnología, tiene en sus manos los medios – concentrados principal pero no exclusivamente, en los dos superpoderes – para autodestruirse varias veces.
Cien millones de dólares diarios para la guerra
Se derivan hacia las armas, o hacia la “defensa” – como la denominan pudorosamente las partes – sumas inconcebibles, que deberían ir dirigidas hacia el desarrollo. Con un inventario de armas nucleares que tienen un poder destructivo de más de un millón de veces el de la bomba de Hiroshima, que mató de un solo golpe a unos cien mil seres humanos, los dos superpoderes siguen invirtiendo más de cien millones de dólares por día para aumentar su arsenal atómico. El adiestramiento del personal militar sólo en Estados Unidos cuesta dos veces más que todo el presupuesto de educación de los trescientos millones de escolares en el Asia del Sur. Y los costos de fabricación y operación de las armas han aumentado astronómicamente. En un mundo con escasez energética, los tanques militares más recientes consumen 450 litros de gasolina cada 100 kilómetros. Un tanque de la Segunda Guerra Mundial valía aproximadamente cincuenta mil dólares; ahora vale un millón y medio de dólares, pues, además de haber sufrido el costo de la inflación, el aparato es, naturalmente, mucho más “perfeccionado”, vale decir que puede matar más gente por los progresos tecnológicos incorporados.
Se dice que más del 50% de los científicos del mundo se ocupan de investigaciones bélicas.
Las armas en el tercer mundo
El Tercer Mundo no escapa a la carrera armamentista, esta vez en forma dependiente. El costo de exportaciones de armas a los países que lo componen por parte de los países “desarrollados” fue de veintiún mil millones de dólares en 1978. Argentina y Brasil se han constituido en exportadores de armas. En mi propio país, Venezuela, se están comprando unos veinticuatro aviones F-16, cuyo costo unitario – 25 millones de dólares – equivale al presupuesto anual de la Organización Mundial de la Salud en investigación de enfermedades tropicales que afectan a centenares de millones de personas.
La Ciencia Pura orientada hacia la guerra
Es lamentable constatar que, sin negar la importancia de las misiones del transbordador Columbia y de sus futuras recaídas tanto en la teoría como en la praxis, la razón principal por la cual los norteamericanos aprobaron el presupuesto de las misiones es su uso militar. De acuerdo con la revista Time, la tercera parte de los 150 vuelos que se han de efectuar en los próximos cinco años ha sido reservada por la Secretaría de Defensa para su uso exclusivo de investigación bélica. Hasta la investigación básica más pura no escapa la orientación de guerra. Es así como el Departamento norteamericano de Defensa ha propuesto aumentar su presupuesto anual dedicado a investigación básica hasta la suma de 723 millones de dólares, de los cuales 328 millones irían a las universidades. El departamento de Defensa de los Estados Unidos no es desde luego una institución filantrópica y su respaldo a la ciencia pura (orientada) no es sino el signo de una creencia, muy justificada por cierto, en que la ciencia más pura puede llevar a aplicaciones prácticas, en este caso terribles. Si menciono solamente aquí a los Estados Unidos, es que ellos actúan siempre en ventanas de cristal, e informan sobre sus presupuestos y sus objetivos. Pero con seguridad igual cosa se podría decir de la Unión Soviética que, como todos saben, no se está quedando atrás en la carrera armamentista.
La ciencia es la búsqueda de la verdad, si. Pero como lo expresa el escritor norteamericano Kurt Vonnegut “I began to have my doubts about truth after it was dropped on Hiroshima” (“Empecé a tener mis dudas acerca de la verdad desde que esta fue lanzada sobre Hiroshima”). Y si bien constato que el “balance de terror”, aun permitiendo unos ciento cincuenta conflictos “menores” en el mundo desde 1946, nos han protegido de un conflicto mundial, me niego a aceptar esa espada de Damocles que cuelga sobre nosotros y estoy dispuesto a unirme con otros hombres y mujeres para derrumbarla.
La revolución verde – el chip electrónico y el robot-soldado
Un efecto positivo, en particular de la ciencia agronómica, ha sido el aumento en la productividad de las cosechas y de la cría, que va de acuerdo con el derecho humano a la alimentación adecuada. Todos conocemos los efectos de la “revolución verde” que ha permitido cosechas mucho mayores de granos esenciales para la humanidad hambrienta. Pero, a más de que tales beneficios están desigualmente distribuidos, tanto dentro de determinados países como entre países del Norte y del Sur, la explosión demográfica han neutralizado en parte los beneficios esperados.
Y no hay duda de que el progreso más revolucionario en tecnología en los años recientes – el invento y la manufactura del chip microelectrónico – ha de ser utilizado en la guerra futura. Se está ya pensando en soldados-robots. Entiendo que el ejército de los Estados Unidos está pronto a poner a prueba un manipulador de municiones, con chips que sirven de “cerebro”. Un brazo mecánico que mueve “músculos” hidráulicos y una “mano” neumática servirán para levantar y armar obuses de howitzer de cien kilos, tarea en la actualidad cansa y pone en peligro a cuatro soldados GI. Mirando bien hacia el futuro, puede ser que tales avances en la robótica lleven a una guerra más humanizada, ¡pues se llegaría a destruir robots más bien que a matar hombres y mujeres, al menos en el “frente” de guerra!
Tanto los estados Unidos como la Unión Soviética están investigando los láseres de alta energía y los rayos de partículas para sus posibles aplicaciones antisatélites. Para el final de 1981, el Departamento de Defensa de EEUU había ya gastado unos mil quinientos millones en armas a base de láser, asegurando al mismo tiempo que la URSS estaba más avanzada en ese campo.
SIPRI, el Instituto de Paz de Estocolmo, asegura que “al menos las tres cuartas partes de todos los satélites son utilizadas para fines militares”.
No hay duda también de que el uso de la microelectrónica y de sus productos conlleva el peligro de invasión de nuestra privacidad, aumentando el poder de los medios de información que invaden nuestra vida e inmiscuyendo en ella “ruidos” indeseables. Las memorias de computadoras anónimas son ahora capaces de almacenar millones de datos que pueden llegar a servir a la represión y al control, no siempre democráticos. Y mencionaré una “invasión”, trivial pero molesta, que es la de la música ambiental. Una de mis pasiones en la vida ha sido la música, y agradezco que los medios de reproducción me hayan permitido a bajo costo conocer el fenómeno musical, desde el canto gregoriano hasta Pierre Boulez. Pero me rebelo contra el uso indeseado de la música hasta en los ascensores de edificios públicos, y hasta en los teléfonos mientras uno espera. Nos hemos convertido al respecto en pacientes y resignadas ovejitas. Un buen amigo mío, el compositor norteamericano Virgil Thompson, le declaraba a periodistas que le preguntaban acerca de la música ambiental “Everybody has a right to silence” – “Todos tenemos el derecho al silencio”.
Y, si bien la tortura es en teoría piadosamente proscrita de nuestros países, en la práctica se efectúa y se viola la seguridad de la persona, a veces con métodos “científicos” como es el caso de la picana eléctrica, que se utiliza para torturar en algunos países de nuestra región.
Progreso científico mal distribuido
Todos, según la Declaración de los Derechos del Hombre, tenemos “derecho de participar en el progreso científico y en el beneficio que de él resulte”. Pero no hay nada peor distribuido que ese derecho. El 20% de los países del orbe produce el 95% de los conocimientos científicos y tecnológicos, y el Tercer Mundo le corresponde sólo el 5%. Mientras un país de doscientos veinte millones de habitantes (el 5% de la población mundial), los Estados Unidos, consume el 37,5% de la energía, muchos en Asia, África y Latinoamérica se calientan con leña que escasea y encuentran una gran cosa el poder cocinar con biogás, producto de la descomposición de excrementos y otras materias orgánicas.
Electrónica vs Derecho al trabajo
Un derecho que está implícito en la Declaración y sobre el cual han hecho hincapié los países socialistas, es el derecho al trabajo. Tomaremos un solo ejemplo de cómo la ciencia y la tecnología pueden afectar tal derecho, pero es un ejemplo de peso y de actualidad. Se trata del efecto de la revolución microelectrónica. Como es bien sabido, mediante el uso del “microchip” y de los circuitos integrados, se han logrado inmensos progresos en la automatización y en la informática, de tal suerte que, según la Academia de Ciencias de los Estados Unidos “la era moderna de electrónica ha introducido una segunda revolución industrial… su impacto sobre la sociedad pudiera ser aún mayor que el de la revolución industrial original”. Hoy en día se pueden colocar en un solo microchip, de unos milímetros cuadrados, equipos que hace no más de unos veinte años hubieran llenado un cuarto entero. Más de cuatro mil millones de dólares están invertidos en la industria de relojes electrónicos, calculadoras, juegos y otros productos, con una producción a un costo reducido.
Tal revolución tiene su lado bueno, pues, en principio al menos, aumenta la eficiencia y la productividad y lleva en parte a una redistribución del mercado del trabajo, pero, por otro lado, conduce a lo que en inglés se ha llamado “jobless growth” – crecimiento sin creación de nuevo empleo. Serán afectadas en especial las industrias textiles, de vestimenta, zapatos y bienes de cuero, que han sido tradicionalmente industrias intensivas en labor. Colin Norman cita una empresa textil en Inglaterra que ahora, con una fuerza laboral de 95 personas, produce lo que antes producía con 435 personas. En un momento dado, en Suiza, la introducción por los japoneses de los relojes microcircuitados llevó a la perdida de trabajo a no menos de cuarenta mil empleados. Y, como siempre, el Tercer Mundo será especialmente afectado, en dos formas: primero, la automatización de las fábricas en los países desarrollados llevará a la erosión de la ventaja comparativa de los países subdesarrollados, con su mano de obra más barata pero menos diestra. Y, segundo, la concentración de la microelectrónica en los países industrializados aumentará la enorme diferencia en riqueza entre los países desarrollados y subdesarrollados.
El efecto de la tecnificación sobre el empleo no es un problema nuevo, desde luego, pues todos pueden recordar lo que ocurrió con las tejedoras automatizadas en el siglo XIX que dieron lugar al surgimiento en Inglaterra de los ludistas, que se dedicaron a destruir las máquinas. Tanto porque las consideraban factor de desempleo como porque su producto era, decían, de mala calidad. Aquí, de nuevo, existe un caso evidente en que un desarrollo tecnológico revolucionario puede producir una disminución de un derecho fundamental del hombre y de la mujer. Y debemos mantenernos alertas para que tal revolucionario cambio, o progreso si se quiere, coincida con medidas sociales y políticas que maximicen sus efectos bienhechores y disminuyan sus efectos dañinos.
Un derecho adicional: agua y aire puros
Un derecho que no está mencionado en la Declaración es el derecho al agua y al aire puros. Todos sabemos que, como consecuencia del desarrollo industrial, producto bastardo de la ciencia y su aplicación, el aire de nuestras principales ciudades está contaminado por emanaciones industriales y automovilísticas y el pH de muchas aguas ha sido adversamente modificado por la “lluvia ácida”. No quiero exagerar las cosas, pues, pese a todo, la esperanza de vida ha aumentado y las enfermedades respiratorias no se han incrementado en las ciudades afectadas; además, no creo que haya otra alternativa a la de investigar el fenómeno a fondo para poder corregirlo. Pero, así y todo, la polución ambiental constituye, para mí, una violación de un derecho humano.
No es que no crea necesario efectuar investigación sobre problemas del Tercer Mundo cuya solución puede influir, al menos a corto plazo, sobre el nivel de vida de sus habitantes, tales como la ecología y agricultura tropical, las tierras áridas, la biomasa. Ese tipo de investigación, de paso, beneficia también al primer y al Segundo Mundo. La alternativa sería un resignado e inaceptable status quo.
Ciencia para el progreso del Tercer Mundo
Quiero destacar algunos programas de investigación en ciencia y en tecnología que pueden servir de modelos de lo que se debería hacer para aliviar los sufrimientos de un gran número de personas del Tercer Mundo y para rellenar en algo el precipicio que los separa de los habitantes de regiones más afortunadas. Ya hemos mencionado las investigaciones de Norman Borlaug y otros, que han elevado la productividad agrícola, en particular del arroz, en México y en la Filipinas. En el campo del control de insectos, el Centro Internacional de Fisiología y Ecología de Insectos (ICIPE) en Kenia se está trabajando en la búsqueda de nuevos insecticidas para pestes tropicales. La Organización Mundial de la Salud mantiene un activo programa de investigación en 6 enfermedades tropicales que afectan a millones de personas, y ya se está a punto de conseguir una eficaz vacuna contra la lepra. La investigación sobre sustancias contraceptivas para el uso en el sexo masculino, se está haciendo en 14 países. La UNESCO, a través de la recientemente creada Organización Internacional para las Ciencias Químicas para el desarrollo (IOCD), ha iniciado un programa de síntesis y de estudio pantalla para el tratamiento de varias enfermedades tropicales en Brasil, Bulgaria, Inglaterra, India, Irán, México, Singapur y Tailandia.
Estos ejemplos son quizás poco, pero los menciono porque muestran el camino que se debe seguir en el futuro, y ejemplifican lo que se puede hacer para darle al ser humano en forma igualitaria el derecho a la salud y a la vida. Dice Pierre Crabbé en un artículo reciente: “En ningún momento en las historia del hombre ha sido confrontado con tantos problemas que requieren soluciones intelectuales y técnicas”.
Pero, al mismo tiempo, la indignación que producen estos datos está, gracias a Dios, servida por la información cuyo caudal, la ciencia y la tecnología han aumentado tanto. Y si su abundancia es causa de crisis ¡bienvenida!, pues no es el momento de cerrar los ojos o de esconder la cabeza en la arena, sino de efectuar las reformas o las revoluciones necesarias para que cambie el estado vigente de las cosas.
En la Declaración se dice que se deberá favorecer la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones, así como la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. Y es allí, en ese ethos universal, donde la ciencia, y no la tecnología, debería ejercer su influencia bienhechora.
A pesar de todo, creo en la bondad del espíritu científico
Con el peligro de caer en la ingenuidad, creo firmemente, como viejo positivista que soy, en la bondad del espíritu científico, con todo y que se viola con tanta frecuencia. Creo aún en aquellas virtudes de la ciencia que expusiera Robert K. Merton, de universalismo, comunalismo, desinterés y escepticismo organizado. Se violan, si, pero existen como norma y nos deben señalar el camino. En la “República de la Ciencia”, las verdades fundamentales le pertenecen a todos; es en ella indispensable mantener una actitud abierta y compartir sus conocimientos con otros; la guía en el comportamiento debe ser el bienestar de nuestro hermano el hombre y de nuestra hermana la mujer, sin ningún interés propio que no sea la satisfacción otorgada por el reconocimiento general; y nada se debe afirmar que no sea respaldado por lo que en anglosajón llaman “la evidencia”, objetivamente obtenida. Sé muy bien que mi punto de vista al respecto es muy atacado por muchos, que ven en el mundo científico un microcosmos de envidia, interés, sesgo y egoísmo. Pero he tenido en mi vida suficiente vivencia con comunidades de científicos para saber que, al menos en sus actos profesionales, impera la tolerancia y la comprensión, la generosidad y el altruismo, y el deseo de compartir ideas y bienes. Puede ser que un mundo, en que llegue a predominar ese “ethos” científico y donde, como decía Teilhard de Chardin “es para ser y conocer más bien que para tener y poseer que uno dará su vida” (cito de memoria), tenga esperanza de vida más allá de lo que nos puede permitir la actualmente loca carrera armamentista, así como una competencia egoísta por el poder y los bienes de esta tierra. En todo caso, como lo declaran en su famoso manifiesto de 1955 Russell y Einstein “En esta oportunidad, no hablamos como miembros de este o de aquel país, continente o credo sino como seres humanos, como miembros de la especie humana, cuya supervivencia está en duda. El mundo está pleno de conflictos; y, sobrepasando a los conflictos menores, presenciamos la lucha titánica entre comunismo y anticomunismo… Como seres humanos, apelamos al ser humano: recuerden su condición de hombre y olviden lo demás”.
Vivir peligrosamente
Puede parecer pesimista lo que aquí afirmo, pero en última instancia no lo es. Es claro que toda ciencia y toda tecnología nueva implica un riesgo y puede dar lugar a lo que el sociólogo francés Raymond Boudon ha denominado “efectos perversos”. Pero hay que “vivir peligrosamente” y riesgos hay que tomar. Pero hagámoslo con mente lúcida y a sabiendas. Creo firmemente que, dada su razón y su inteligencia y, a través del uso humano de la ciencia, el hombre puede encontrar las soluciones a los problemas que lo acechan, como consecuencia del uso indebido e injusto de la tecnología. Pero la investigación intensa y prioritaria que ello implica no puede ser beneficiosa sin el concurso de medidas políticas, sociales, económicas que regulen, limiten y modulen la utilización desenfrenada del nuevo conocimiento.
Por: Grupo de Opinión Cambio Universitario
REFERENCIAS
Crabbé, Pierre (1983). “A New Challenge for the University” en Interciencia, Nº 8, pág. 279-283.
Colin, Norman (1981). “The impact of microelectronic on employment and the global economy”, en Interciencia, Nº 6: 388-394.
Instituto Internacional de Estocolmo de Investigaciones para la Paz (SIPRI) (1982). ¿Armamentos o desarme? (folleto), Taylor & Francis Ltd., Inglaterra.
Leger Sivard, Ruth (1982). World Military and Social Expenditures, World Priorities, Leesburg, Virginia.
Merton, Robert K. (1968). “Science and Democratic Social Structure” en Social Theory and Social Structure. The Free Press, New York, pp 604-615.
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Cambio Universitario. Octubre, 2017
https://cambiouniversitario.wordpress.com/
Caracas, Venezuela: Universidad Central de Venezuela (UCV).